A menudo los recuerdos nos invaden de forma imprevista. Escenas del pasado se dibujan en nuestra mente: olores, imágenes, ruidos... Miramos a nuestro alrededor y todo aquello que nos sorprendió tan solo era una jugada de nuestra mente. Hoy los ruidos han desaparecido y las imágenes a menudo son de personas que ya ni siquiera están con nosotros. Sin embargo, mientras las recordemos siempre estarán vivas.
El silencio se hace dueño del tiempo en la
estancia que realiza las funciones de salita. Sentada en
una silla de madera con la base de peana, se halla la iaia intentando
enfilar la aguja para realizar unos remiendos bajo la intensa luz que,
modulada por el portal de la cueva, pasa de una claridad tal que molesta la
visión en el exterior, a una tonalidad agradable en el interior, favoreciendo
la sensación de relajación en la calurosa tarde de verano.
La puerta, abierta y sin cortina que la
proteja, no puede evitar que la luz cegadora que impone su dominio en las
calles y tejados del pueblo, se desparrame en el interior de la vivienda,
creando una escala de luminosidad cuanto menos curiosa ya que se establece un
contraste lumínico entre la entrada – más iluminada – y las habitaciones a
oscuras, pasando por una tierra de nadie que conforma la antigua cocina y que hace
de puente entre estos mundos tan opuestos.
Cómo una corriente imparable, el aire seco de
la tarde recorre las habitaciones atravesando los caminos creados en el
interior de la casa-cueva para tal finalidad, produciendo un efecto catalizador
en el ambiente ya de por sí fresco de la vivienda.
Los niños, en las habitaciones a oscuras,
mantienen grandes aventuras en sus prolongados sueños que ocupan la tarde en
una siesta generosa. Nada rompe la tranquilidad del momento, tan solo el crujir de alguna vieja puerta al realizar algún pequeño
movimiento fruto de la corriente de aire.
En el exterior únicamente las
lagartijas se atreven a salir ante un cielo que arroja con furia unos rayos
solares, que conforman un arma tan poderosa que atemoriza a los lugareños.
Estos no saldrán antes de las ocho, hora en que la fuerza del sol va dejando
paso a una incipiente víspera donde la temperatura se torna agradable y, como
si de un termitero se tratara, los vecinos van apareciendo de los agujeros
excavados en la dura y blanca tierra.
Ajeno a todo ello, la iaia prosigue
imperturbable su faena, convirtiéndose en guardiana silenciosa de la paz
interior de la cueva hasta el momento en que, pequeños ruidos, anuncian que,
para algunos, ya terminó la siesta.