jueves, 30 de agosto de 2018

La iaia

A menudo los recuerdos nos invaden de forma imprevista. Escenas del pasado se dibujan en nuestra mente: olores, imágenes, ruidos... Miramos a nuestro alrededor y todo aquello que nos sorprendió tan solo era una jugada de nuestra mente. Hoy los ruidos han desaparecido y las imágenes a menudo son de personas que ya ni siquiera están con nosotros. Sin embargo, mientras las recordemos siempre estarán vivas.


El silencio se hace dueño del tiempo en la estancia que realiza las funciones de salita. Sentada en una silla de madera con la base de peana, se halla la iaia intentando enfilar la aguja para realizar unos remiendos bajo la intensa luz que, modulada por el portal de la cueva, pasa de una claridad tal que molesta la visión en el exterior, a una tonalidad agradable en el interior, favoreciendo la sensación de relajación en la calurosa tarde de verano.

La puerta, abierta y sin cortina que la proteja, no puede evitar que la luz cegadora que impone su dominio en las calles y tejados del pueblo, se desparrame en el interior de la vivienda, creando una escala de luminosidad cuanto menos curiosa ya que se establece un contraste lumínico entre la entrada – más iluminada – y las habitaciones a oscuras, pasando por una tierra de nadie que conforma la antigua cocina y que hace de puente entre estos mundos tan opuestos.

Cómo una corriente imparable, el aire seco de la tarde recorre las habitaciones atravesando los caminos creados en el interior de la casa-cueva para tal finalidad, produciendo un efecto catalizador en el ambiente ya de por sí fresco de la vivienda.

Los niños, en las habitaciones a oscuras, mantienen grandes aventuras en sus prolongados sueños que ocupan la tarde en una siesta generosa. Nada rompe la tranquilidad del momento, tan solo el crujir de alguna vieja puerta al realizar algún pequeño movimiento fruto de la corriente de aire.

En el exterior únicamente las lagartijas se atreven a salir ante un cielo que arroja con furia unos rayos solares, que conforman un arma tan poderosa que atemoriza a los lugareños. Estos no saldrán antes de las ocho, hora en que la fuerza del sol va dejando paso a una incipiente víspera donde la temperatura se torna agradable y, como si de un termitero se tratara, los vecinos van apareciendo de los agujeros excavados en la dura y blanca tierra.

Ajeno a todo ello, la iaia prosigue imperturbable su faena, convirtiéndose en guardiana silenciosa de la paz interior de la cueva hasta el momento en que, pequeños ruidos, anuncian que, para algunos, ya terminó la siesta.




lunes, 27 de agosto de 2018

El murmullo del agua

Revisando escritos relacionados con los paisajes de Castilléjar, un pueblo del altiplano granadino. En este caso, un texto sobre el ambiente que se genera en las alamedas cuando son anegadas.

Solo queda el sordo rumor del agua que, a su paso, va invadiendo el terreno de las alamedas en una silenciosa y predecible batalla.
 Las incontroladas matas que han ido ocupando el terreno, ante la pasividad del labriego que ha entretenido el tiempo en otras labores de temporada más productivas, pugnan por asomar sus tallos más altos por encima del nivel marcado por el agua. Mientras tanto los caracoles, en una inusual carrera deciden escalar aquellas ramas que le puedan ofrecer seguridad ante la riada que se previene.         

 Hojas caídas de los árboles son arrastradas y mecidas por el líquido elemento, manteniendo un profundo sueño. Serán obligadas a realizar un último viaje que las llevará a completar un paseo en el que no serán conscientes de la discreta levedad que ha configurado su mesurada existencia.
            El sombraje provocado por los álamos queda contrarrestado por una infinidad de brillantes puntos de luz que no son otra cosa que el reflejo del sol en el agua. En su generosidad, las copas de los árboles han abierto pequeños tragaluces para poder dejar paso un resplandor que necesita bien poco para crear un bonito espectáculo. Destellos y resplandores iluminan el agua formando una imagen un tanto irreal.
            El agua se convierte en un espejo donde, con un comportamiento absolutamente narcisista, los álamos se regocijan examinando un paisaje esplendoroso que se proyecta buscando una profundidad que solo existe en la percepción de quien observa. Este paisaje, reflejo del existente, se convierte en ideal y arquetipo de la alameda que buscará en su duplicidad el modelo de su existencia.
            Ante el aparente silencio de la arboleda, unos pequeños ruidos se perciben en la mañana. Los variados cantos de los insectos rivalizan en una singular tonada. Los pájaros cogen el testigo del concierto y se avienen a entonar una dulce melodía. El aire, que mece aquellos elevados chopos, unido al murmullo del agua, dan el contrapunto necesario para aportar consistencia a una sinfonía musical que, de otra manera, hubiera estado necesitada de una significativa armonización.

            De repente, como si de una revelación se tratara, todo aquel conglomerado obtiene significación de manera que no se puede observar una fracción sin dejar de ver el conjunto. El sentido y belleza del panorama está coordinado de tal manera que todas las partes adquieren importancia. Posiblemente nada sea imprescindible, pero todo es importante cuando de lo que se trata es de observar esa gran obra de arte llamada Naturaleza

sábado, 25 de agosto de 2018

CASTILLÉJAR


Aquest estiu hem tornat per poc temps a Castilléjar. He volgut recordar la descripció del mateix que vaig fer ara fa uns anys.


     Torrente de blancas casas y encaladas cuevas apiñadas a lo largo de los laderos que descienden desde las eras altas hasta el río. Se descuelgan como cascadas en interminable progresión de viviendas que se mantienen apegadas en continua reata yendo a parar a la plaza de la iglesia, corazón del entramado.
     Desde el mirador tenemos acceso a una impresionante vista. Observamos a poniente las sierras de Castril y Jabalcón, sucesión de picos que coronan de forma plástica los límites del paisaje. Agujereado el cortado bajo sus pies por una ristra de cuevas, la Morería vigila con múltiples ojos la vega repleta de encadenadas alamedas.     
     Como un malabarista en el circo, resulta difícil encontrar una calle recta y equilibrada. Las pendientes y las curvas hacen del pueblo una misteriosa atracción. La lluvia encuentra en la inclinación un motivo adecuado para desembocar en ruidoso río gracias a las improvisadas cañadas. En la nieve descubren los niños interesantes pendientes por las que deslizarse en sencillos trineos caseros.
    Antaño habitada, asediada y ocupada por habitantes en múltiples tareas hoy solo vivieron en el pueblo. Como vasos comunicantes observamos que mientras se vacía la villa el cementerio no deja de ampliar sus plazas.
     Tierra de espejuelos, el yeso, con su reflejo proyecta una imagen en la cual puede mirarse y relucir el pueblo. Los caminos circundan la población, atravesando campos y ríos, conformando un acogedor paseo donde el rugido de los torrentes se convierte en murmullo para no molestar la tranquila conversación que mantienen los atareados paseantes. Otros, más atrevidos, se dedican a la búsqueda de patatas crillas o de cagarrias buscando el oculto tesoro en los márgenes de las acequias y en las húmedas alamedas.
      Volvemos al pueblo donde columnas de humo asoman por las chimeneas que surgen a lo largo del camino haciendo patente la demostración de la existencia de unas vidas trabajadas desde el interior de la tierra.
     Castilléjar, generosa en tierras, rica en aguas, escasa de gentes, permanece aguantando los embates del tiempo mientras mira con inquietud el futuro ante las dificultades que se avecinan. Entretanto, un cielo maravilloso dibuja cuadros de múltiples colores a la hora en que el sol decide poner fin a su recorrido diario.