lunes, 4 de julio de 2011

Quietud


            Un mundo se abre a la vista cuando desciendes la cuesta que lleva al río. Desde arriba se observan las alamedas adquiriendo unas tonalidades verdosas que provocan una pintoresca visión. Más allá de las alamedas se pueden observar terrenos llanos, algunos de ellos cultivados, otros un tanto abandonados. Para delimitar el espacio, al final observamos aquellas montañas tan características que rodean la vega del pueblo, unas montañas difíciles de encontrar fuera de una película de western americano, con sus laderas ausentes de vegetación a excepción de los típicos matojos de esparto.
            Como si todo ello no fuera suficiente, a nuestra derecha se observa un cerro recubierto de blancas paredes encaladas. Las cuevas no pueden por menos que manifestar su presencia para completar una imagen tan alejada de la normalidad urbanita que nos caracteriza a lo largo del resto del año.
            Kali es consciente de que ha de aprovechar el momento pues sabe que es la hora del paseo matinal y va estirando de la correa impaciente ante lo que le espera. Algún pequeño y tímido perro sale al paso ladrando, consciente de que su dueño está próximo y lo defenderá en caso de apuro. Ignorantes ante tamaña amenaza continuamos nuestro paseo descendiendo hasta el río donde la libertad es el premio que espera al doméstico can.
            Mientras el perro corretea alegremente por las alamedas, intentando captar todos los olores posibles, una maravillosa quietud me sorprende. La ausencia de otras personas y la práctica privación de los sonidos habituales entre los cuales vivimos produce una fantástica sensación. El rumor del agua del río, el sonido de algunos pájaros, el fruncir de las hojas en las ramas forman el repertorio auditivo al cual uno se acostumbra y agradece rápidamente.
            A lo largo del paseo, la vista se desliza por las alamedas fijándose en detalles que, en otras circunstancias, serian de difícil aprecio. Me llaman la atención aquellas arboledas que han sido regadas porque en ellas parece reflejarse un paisaje fantástico, sin comienzo y sin final. Los árboles no parecen tener fin. Dan la impresión de proyectarse bajo tierra en un mundo imaginario pero real. Por otra parte, las luces que logran traspasar el tupido entramado arbóreo producen juegos maravillosos en el agua. Todo esto unido a la quietud del paisaje, genera la impresión de haber traspasado un límite donde lo maravilloso se torna corriente y los parámetros difieren de la vulgar y rutinaria cotidianeidad.
            Al cabo de un rato, estando absorto en estas reflexiones, el perro se aproxima reclamando su presencia en el entorno. Hemos llegado al final del paseo y él es consciente de ello. Así que, vuelvo a ponerle la correa perdiendo su momentánea libertad, y encaminamos nuestros pasos hacia el pueblo que a esa hora reluce en todo su esplendor mostrando sus blancas casas y cuevas a los ojos de quien sepa apreciarlas.

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