Solo queda el sordo rumor del agua que, a su paso, va invadiendo el terreno de las alamedas en una silenciosa y predecible batalla.
Las incontroladas matas que han ido ocupando el terreno, ante la pasividad del labriego que ha entretenido el tiempo en otras labores de temporada más productivas, pugnan por asomar sus tallos más altos por encima del nivel marcado por el agua. Mientras tanto los caracoles, en una inusual carrera deciden escalar aquellas ramas que le puedan ofrecer seguridad ante la riada que se previene.
Hojas caídas de los árboles son arrastradas y mecidas por el líquido elemento, mientras mantienen un profundo sueño, siendo obligadas a realizar un último viaje que las llevará a completar un paseo en el que no serán conscientes de la discreta levedad que ha configurado su mesurada existencia.
El sombraje provocado por los álamos queda contrarrestado por una infinidad de brillantes puntos de luz que no son otra cosa que el reflejo del sol en el agua. En su generosidad, las copas de los árboles han abierto pequeños tragaluces para poder dejar paso un resplandor que necesita bien poco para crear un bonito espectáculo. Destellos y resplandores iluminan el agua formando una imagen un tanto irreal.
El agua se convierte en un espejo donde, con un comportamiento absolutamente narcisista, los álamos se regocijan ante la visión de un paisaje esplendoroso que se proyecta buscando una profundidad que solo existe en la percepción de quien observa. Este paisaje, reflejo del existente, se convierte en ideal y arquetipo de la alameda que buscará en su duplicidad el modelo de su existencia.
Ante el aparente silencio de la arboleda, unos pequeños ruidos se perciben en la mañana. Los variados cantos de los insectos rivalizan en una singular tonada. Los pájaros cogen el testigo del concierto y se avienen a entonar una dulce melodía. El aire, que mece aquellos elevados chopos, unido al murmullo del agua, dan el contrapunto necesario para aportar consistencia a una sinfonía musical que, de otra manera, hubiera estado necesitada de una significativa armonización.
De repente, como si de una revelación se tratara, todo aquel conglomerado adquiere significación de manera que no se puede observar una fracción sin dejar de ver el conjunto. El sentido y belleza del panorama está coordinado de tal manera que todas las partes adquieren importancia cuando se trata de ver el paisaje. Posiblemente nada sea imprescindible pero todo es importante cuando lo que se trata es de observar esa gran obra de arte llamada Naturaleza.
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