lunes, 6 de junio de 2011

Reflejos


            Suave llega la brisa marina hasta el pequeño parque que se halla frente a la Diputación de Tarragona en el passeig de Sant Antoni dulcificando con su ligereza el cálido sol del mediodía primaveral. La sombra de los árboles que se encuentran alrededor de la circular fuente resguardan de los despóticos rayos solares creando un entorno agradable y apacible.
            Observo el magnífico ámbito donde el mar pinta con tonalidades azuladas un paisaje que invita al reposo y a la contemplación. A pesar de la proximidad del bullicioso paseo, el pequeño lugar parece aislarse del medio urbano como un protegido santuario.
            Algunos niños realizan espontáneos juegos en los columpios habilitados a tal fin acompañados de pacientes progenitores que aprovechan el momento para establecer progresos de improvisada camaradería cumpliendo una agradable tarea de relación social
            Junto a la fuente, una madre acompaña a su hijo quien, como un consagrado artista, intenta pintar formas en el agua metiendo la mano y moviéndola dentro del líquido provocando una sucesión de ondas que se expanden a lo largo y ancho de su superficie. El movimiento del agua produce una dispersión y alteración de aquellos puntos luminosos que eran reflejados por los rayos solares.
            Inconscientemente, fijo la atención en aquellas luciérnagas en movimiento que, de forma instintiva, me lleva a recordar pasadas épocas en que el juego formaba la base de una dieta enriquecida con saltos, movimientos, carreras, creatividad y otros importantes acontecimientos. Momentos en que no existía el después ya que el instante era todo lo que teníamos. Sabíamos que teníamos que aprovecharlos ya que ignorábamos qué nos deparaba el mañana.
            Tardes de acampada en mitad de la terraza, batallas de piratas, luchas interminables de indios en que no había vencedor ni vencido ya que la victoria consistía en la prolongación del combate. Todo ello condimentado con partidos  de futbol donde las porterías consistían en dos latas de alguna bebida. En las noches de verano, los juegos adquirían un matiz más popular de manera que eran los vecinos quienes se incorporaban a los mismos. Recuerdo aquellas divertidas partidas al pilla-pilla, al escondite o cualquier otra afición que alguien manifestaba y que rápidamente era aceptada y llevada a la práctica. El deseo de experimentar era superior a la inquietud del éxito o el fracaso, turbaciones que llegarán con el desarrollo del tiempo cuando aumentan nuestras inseguridades.
            De forma repentina me doy cuenta de mi evasión en el tiempo y observo al niño que, feliz, sigue meciendo la mano en el agua de la fuente. Con un punto de nostalgia no puedo dejar de pensar que la grandeza de la infancia estriba en no temer el fracaso sino en el deleite de la experimentación.

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