Duermen las flores ocultando sus preciosos dones que muestran a primera hora buscando los rayos del temprano sol mañanero. Los arbustos, indolentes y cansados, ven ceder sus ramas bajo el peso agotador de sus frutos. Los matojos expulsan los corpúsculos recogidos de la incesante polvareda de los caminos… En la siesta.
Descansan los ruidos que han acompañado el devenir del día. Solo algunos zumbidos de obstinados insectos acompaña el silencio que se genera a mediodía cuando los agricultores han abandonado, de forma persistente e ininterrumpida, su espacio de trabajo buscando el refugio de las frescas cuevas que permiten soportar la dureza del calor a esta hora despiadada.
Solitarios permanecen los caminos liberados del tránsito continuo que se produce desde primera hora de la mañana. Hombres, máquinas y bestias establecen una tregua momentánea para huir del calor, sudor y polvo que se ofrece como único botín, sabedores de que el trabajo, inevitable, tendrá su continuación a una hora donde estos inconvenientes se hayan atenuado.
Escasos agricultores aprovechan el parón generado por la hora de la siesta para levantar los tablones de las acequias y anegar de manera generosa unas tierras a menudo desprovistas del más imprescindible riego. Los campos, afortunados, acogen con fruición y desespero un líquido que absorben de forma imperiosa en su seno y guardan como el más inexcusable bien.
El gorgoteo del agua que pasa por las estrechas acequias y el rumor que ejerce la suave brisa al pasar entre los árboles, produciendo una intermitente fricción entre sus ramas, permanecen como los únicos sonidos en unas tierras que se presumen despobladas e inhóspitas a esta hora.
De repente, un sonido comienza a abrirse paso en esta solitaria imagen. Los ligeros berreos de unas ovejas acompañados de un suave balanceo producido por su rítmico deambular van llenando el vacío que se había producido en tan intempestiva hora. Un pequeño ganado guiado por un veterano pastor y su inseparable can se abre paso, como una aparición, a través de la persistente calina y ocupa aquellos campos que pueden suponer un provecho para su dieta.
El pastor, ajeno al bochorno de la canícula, fruto de una experiencia y habituación contrastada, extrae un saco de su talego y lo extiende en un claro del terreno. Un pedazo de pan acompañado de fruta y embutido saca de su morral. Estos frugales alimentos serán su sustento en esta jornada.
Indiferente al ajetreo del resto de la población sabe que, después de la comida, su actividad consistirá en realizar un pequeño reposo a la sombra de unos álamos con la confianza de que su perro, fiel guardián, sabrá mantener la disciplina que conlleva el gobierno del ganado…. En la siesta.