Con un cansancio similar al de los soldados andalusíes después de una dura batalla, completamos la visita de los palacios nazaríes de La Roja, más conocida como la Alhambra de Granada y que debe su nombre no a un grupo de deportistas que proyectan ilusiones tras un balón sino al color rojizo de los muros que la rodean.
La visita tiene lugar por la tarde y el intenso calor que la acompaña produce el deseo de refrescarse en cada una de sus fuentes e innumerables surtidores. El agua, con un dulce murmullo, se deja sentir en todas las zonas visitadas. En ese momento, uno es consciente de la enorme inteligencia y capacidad demostrada por los constructores nazaríes. Cómo fueron capaces de realizar una acertada comunión entre el edificio y el entorno.
Sin embargo, ello no es obstáculo para que un gran ejército de turistas campen a sus anchas por los territorios donde antaño dominaban otras huestes, probablemente más disciplinadas pero no más feroces. Los foráneos intentan captar con sus cámaras cualquier imagen que pudiera adquirir la categoría de trofeo para poder mostrarlo en lejanos lugares.
Por lo que respecta a nuestro particular itinerario llegamos al patio de la Reja, después de ver las habitaciones que Carlos V se hizo construir anexas a los palacios. Evidentemente, la belleza del lugar seduce con facilidad y puede dejar cautivo hasta al más severo de los monarcas. La vista del Albaicín, desde el balcón es algo que solo unos privilegiados pueden gozar. Es fácil imaginar que su visión, acompañada del aroma del azahar, pudieran aprehender el corazón del gobernante dejándolo ante un panorama en el que la única salida consistiera en el deleite de tan bello espectáculo.
A continuación, y como colofón a tan bella visita llegamos a los Jardines de Daraxa que ya habíamos podido observar desde las habitaciones del emperador. Sin embargo, agotados como estamos de la visita nos sentamos en los bancos observando el cúmulo de vegetación desde otra perspectiva. Los cipreses, las acacias y los naranjos rodean la gran fuente de mármol. El pequeño chorro de agua constante provoca la saturación de la bandeja, de manera que pequeñas hileras de gotas van cayendo, enfiladas, en una base más amplia. El sol, con los rayos tardíos, ilumina el líquido de manera que parecen perlas de las que se va desprendiendo, de forma generosa, la hermosa fuente.
Un pequeño pájaro sediento, observando el inacabable transitar del fluido, se apoya en el borde de la misma. En ese momento, el tiempo parece detenerse pues el silencio se hace dueño del jardín y me parece estar viendo una pequeña y sorprendente postal salida de un olvidado libro de cuentos. La actividad parece quedar suspendida para no interrumpir tan espontánea y bella estampa.
La Alhambra resulta en sí misma un lugar muy interesante pero siempre está abierta a nuevas y sorprendentes interpretaciones que dan otra perspectiva diferente a la del imaginario turístico.