viernes, 27 de mayo de 2011

Remojando los pies


             Poco a poco, con extremada prudencia el pequeño tocó con su pie la helada corriente. Hizo un adusto gesto torciendo la boca de forma repentina pues fue consciente en ese momento de la gélida impresión dejada por el líquido elemento.
            Suavemente pero con decisión fue entrando en el agua. El sol que lucía a mediodía era un consuelo exiguo pues no conseguía calentar el agua del remanso. La moderación en la entrada era necesaria pues la orilla, enfangada,  ofrecía escasa seguridad para mantener una postura erecta. Había dejado las zapatillas en la orilla para evitar inestabilidades. Sin embargo, el lecho pedregoso del río no ayudaba a mantener el equilibrio.
            Una vez dentro del recodo, el niño iba buscando aquellos lugares donde el agua no fuera dueño absoluto del espacio intentando que la altura superada por el líquido fuera inferior a la extensión  ocupada por los pantalones. Pasado el primer momento de encogimiento producido por las bajas temperaturas del fluido, la impresión pasaba a dominar el organismo pues el frío penetraba a través de la piel conquistando todos sus poros y traspasando la sensación a la sangre, que la ampliaba a todo el cuerpo.
            Nosotros le observábamos con atención, vigilando que un inoportuno tropiezo diera con su cuerpo en el agua. Poco a poco fuimos entrando notando esa impresión que, popularmente, se suele resumir en la frase: “estar helado hasta los huesos”. Pasado el primer momento en que el frío característico del agua domina todas las sensaciones, pasamos a un estado en que apenas notábamos las piernas. Sin embargo, no dejaba de ser apetecible remojarse los pies en aquel remanso del río Castril un mediodía de agosto. El contraste entre el sol y el calor que comenzaba a dominar el espacio y el río  helado, debido a la proximidad con el nacimiento, producía una curiosa y agradable sensación.
            Los niños jugueteaban en el agua y, los más atrevidos, osaban remojar a los demás que, rápidamente, solicitábamos la más indulgente de las clemencias rindiéndonos ante la impulsividad propia de ciertas edades.
            Era un día de agosto y habíamos decidido realizar un paseo por la siempre agradable villa de Castril. Esta población, antiguo campamento romano, se había convertido en un agradable lugar turístico en el que raramente renunciábamos a pasar algún día de verano.
            Por la mañana habíamos decidido hacer el itinerario del río. Este tenía mucho encanto gracias a la pasarela habilitada por el ayuntamiento que pasaba por encima del torrente de agua. Al final de la misma llegábamos al remanso donde nos hallábamos para acabar pasando el puente colgante y el túnel bajo la montaña que completaba la excursión.
            Un paseo con encanto y adaptado a todas las edades pero, probablemente, lo más bello resultaba ver jugar a los críos mientras las risas llenaban el ambiente y una miríada de luces de colores  se reflejaban a partir del agua que volaba en graciosos arcos provocados por la energía inagotable de los niños.

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