Es la hora de la siesta y el sol parece multiplicar los efectos de su función iluminando los campos con una luz que deja al descubierto hasta los más insignificantes detalles. El calor, desproporcionado, domina la situación convirtiendo la soledad en dueña y señora del momento.
El camino que lleva a la Balunca parece reflejar, como si de una armadura lustrada se tratara, los rayos solares dando a la tierra una tonalidad blancuzca que da aún más la impresión desértica que preside la escena.
Esta sensación agobiante de calor es contrastada por el ruido del agua que, alegremente, circula por las acequias que hay a lo largo del camino expresándose en grave canto.
La majestuosidad de una alameda que hayamos a nuestro paso nos invita a refugiarnos bajo unas sombras que, acogedoras, parecen tentarnos para hacer un alto y descansar en su regazo.
Unos puntos de luz, resultado del paso de los rayos solares entre el follaje, nos recuerdan a una obra impresionista cuyo objetivo parece marcar el camino que rodea la alameda, confiriendo al espacio un aspecto acogedor que resulta, cuanto menos, tentador para el excursionista.
Sin embargo, evitando la tentación que produce el sombraje, a veces por el camino más duro se obtiene una mayor recompensa y, cuando seguimos nuestra marcha, un apagado y persistente rumor nos anuncia la proximidad del río y un pequeño pero entrañable rincón se ofrece ante nuestra vista: hemos llegado al palo de la Balunca.
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