El día era caluroso, la hora atrevida, pues a nadie se le ocurría salir al campo al mediodía, con las calinas del mes de agosto. Los pocos agricultores que pudieran quedar a esa hora ya volvían al refugio que les proporcionaba su vivienda.
Nosotros habíamos decidido dar una vuelta por las tierras del río Galera. La pequeña expedición estaba formada por Rosa, el iaio Juan y yo. Finalmente, se habían apuntado a la misma los niños: Albert, Maria y Lluís
La intención era observar en qué condiciones estaban. Las escasas visitas que realizábamos a los terrenos eran las responsables de que éstos presentaran una visión bastante árida debido a una falta de riego acuciante. Los chopos que estaban junto al río manifestaban, en su delgadez, la imperiosa necesidad de un riego urgente y beneficioso.
Sabedores de la situación, pues cada año era similar, decidimos aproximarnos al lugar. La sorpresa fue encontrar un ganado de ovejas que, plácidamente, campaba por la parcela eliminando las hierbas incipientes que crecían de manera incontrolada a lo ancho del terreno.
A la sombra del almendro encontramos al pastor, un niño de apenas diez años quien, bajo un sombrero de paja, observaba, con la seguridad que da la constancia en un trabajo, la distribución del ganado.
Lluís, asombrado ante la visión de aquellos pacíficos animales, reía y perseguía, dando palmadas, a las ovejas quienes, de manera indolente, se apartaban lo justo para que pasara el niño pero, eso sí, sin dejar ellas ni un momento de saciar su apetito.
Momentos después de establecer conversación con el pequeño pastor, éste realizó un gesto de sorpresa pues acababa de percatarse que había perdido un pequeño cordero. Rápidamente nos pusimos todos manos a la obra para ver si lo podíamos encontrar. Los campos de maíz que lindaban con nuestro terreno reunían todos los requisitos para acoger una pérdida semejante.
En la quietud del momento, unos gritos de llamada se dejaron oír con la esperanza de que esta inquietud fuera comprendida y respondida en forma de súbita aparición por el pequeño animal. Sin embargo, era el silencio quien, de manera testaruda, se empeñaba en dar respuesta a nuestra preocupación.
Albert y Maria entraron en el maizal y sus figuras quedaron rápidamente absorbidas por la densidad y altura de las plantas. Al cabo sólo se oía el sonido con el que intentaban atraer a la inocente cría. Finalmente, un grito más fuerte que los anteriores nos hizo saber que, Albert, había encontrado felizmente al borreguillo.
La salida de los niños del panizo con el pequeño cordero, negro como la tez, dio lugar a un momento de alegría del cual todos pudimos gozar. Lluís, disfrutando de la situación, se puso a dar palmadas y a correr detrás de las ovejas.
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