lunes, 7 de febrero de 2011

Tíscar

Como si de una serpiente enroscada se tratara, la ruta que lleva a Tíscar desde Castril nos presenta un paisaje con múltiples pliegues. A cada curva nos va descubriendo retazos de un conjunto que no parece querer mostrarse de una tacada.

Finalmente, cuando ya hemos perdido la esperanza de buscar nuestro particular Eldorado, nos damos de bruces con las cumbres de Tíscar que, imponentes, parecen querer reírse de nosotros ante el desconcierto que produce su súbita aparición.

Dejamos el coche protegido bajo las sombras de los árboles que se hallan en la plaza para protegerlo de un duro e inclemente sol que amenaza, con su extrema generosidad, a los inocentes visitantes que no han sabido prever sus consecuencias.

Las construcciones en piedra reflejan, si cabe, con mayor intensidad, los rayos solares. El conjunto presenta un aspecto excesivamente pálido, fruto de la dureza con la que los rayos solares atacan el paisaje.

Recogidos bajo los porches que se hallan ante la pequeña iglesia dejamos que los niños gocen de un paseo relajado por un terreno prácticamente deshabitado. Dentro de una semana, el patio que nos acoge estará repleto de visitantes que, en una especie de locura generalizada, intentarán realizar las máximas proezas ante la mirada impertérrita de la Virgen de Tíscar. Entonces resultará imposible realizar la visita tan plácida que hoy realizamos.

El sonido de unas palmas al chapotear sobre el agua y unos gritos de júbilo nos hacen dar cuenta que Lluís ha descubierto la pequeña balsa que hay junto a la fuente. Maria le acompaña pues no duda que, si su hermano está disfrutando, algo estupendo se oculta en aquel rincón.
Los dos miran el reflejo de sus figuras en el agua que, burlonas, no se dejan atrapar a pesar de que lo intenten con gran y renovado interés. Los brillos del sol que se reflejan en el agua aportan una luz intermitente que parece jugar a un juego que sólo ellos son capaces de discernir.

Silenciosas y majestuosas, las cumbres de Tíscar parecen aprobar el espectáculo en el que unos niños han llenado de vida un terreno tan áspero y seco. Como si de una aprobación se tratara, una nube solitaria extiende un suave manto sobre el paisaje generando una imagen más matizada donde los extremos contrastes que se habían manifestado hasta el momento quedan ocultos por unas veladuras que dan al lugar un aspecto más acogedor. Es el momento de subir a la terraza y admirar en toda su profundidad la amplitud y fuerza del panorama que se presenta ante nuestros ojos. Maravillados observamos  la magia del horizonte durante la pequeña tregua que se nos ha ofrecido en forma de suave calma climática.

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