Abierto a un vasto espacio desde donde se divisa la era en primer lugar y, detrás de la misma, una dilatada vista de las Evangelistas que nos lleva hasta su parte más elevada, se halla el patio de la cueva.
Observas una magnífica panorámica donde la vega rodea las laderas del barrio colmadas de blancas cuevas encastadas en una tierra blanca fruto de su composición caliza. La mirada te permite recorrer, en pausada observación, un interesante paisaje que abarca desde la Morería hasta la Cruz Misionera.
Esta magnífica vista se completa con el maravilloso espectáculo diario que consiste en la visión de espectaculares puestas de sol. Los elementos de la naturaleza organizan una colorista y grandiosa exhibición que parecen creadas especialmente para ti. Eres consciente del lujo que representa la observación de estos fenómenos. Esta sorprendente manifestación, aunque realizada de manera cotidiana, no deja de asombrar por la variedad de las tonalidades con que viste la bóveda celeste.
En la mañana, mientras la sombra de la umbría cubre la placeta de la cueva, se percibe el olor a tierra mojada, después de que la iaia hubiera regado con el caldero el espacio que ocupa.
La tierra queda asentada dando una tregua momentánea a la continua lucha que mantienen el polvo y el terregal por mostrar su verdadero rostro en este árido suelo intentando esquivar los intentos de dominio del hombre en el afán de conseguir un terreno más domesticado.
En la agradable temperatura de la mañana, Albert se dedica a realizar imaginativos juegos con los materiales de que dispone. Unos cubos, una cuerda y la inevitable tierra, presente de forma imperiosa, forman los elementos imprescindibles para poder desarrollar la creatividad en unos cauces marcados por las características del terreno.
Las puertas, de gruesas maderas, atacadas por la dureza del clima, emiten un quejumbroso chirrido ante algún elemento imprevisto que intenta hacer su aparición en semejante escenario. Un movimiento delator indica la presencia del intruso tras la cortina. La aparición de una pequeña mano que la retira da paso a María quien, gateando, decide participar en el juego que tiene lugar a la puerta de la cueva.
Sonrisas y gritos de satisfacción dan cuenta del ambiente que se respira en esta mañana de agosto. Los niños aprovechan el tiempo que les queda para jugar antes de que la temperatura suba y el sol reclame, con insistencia y sin contemplaciones, el dominio del territorio durante algunas horas.
Llega el tiempo de la calor, inflexible y duro. Aquel en el cual se hace inviable realizar el más mínimo paseo si no es protegido por una sombrilla. Los niños, conscientes del vuelco de la situación, deciden cambiar de escenario. El frescor de la cueva les atrae como un imán provocando la expectativa de nuevas aventuras y experiencias, más atractivas para ellos en esos momentos.
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