sábado, 30 de abril de 2011

El tío Antonio


           Camina el tío Antonio por la cuesta que le llevará al Arique a realizar la rutina habitual que consiste, como él solía decir: “A dar de comer a unos animalillos”. El sudor baja por sus pálidas mejillas. Descolorido de piel, oculta el rostro bajo un sombrero encajado hasta las cejas para protegerse del riguroso sol. Su aspecto, desaliñado y sin afeitar deja entrever un cierto abandono de su imagen.
            Alto como un pino; tieso como una vela aunque encorvado por el peso de los años; delgado como un fideo, resultado de una, a todas luces, insuficiente alimentación fruto de una dieta personal que consiste en comer, bàsicamente, lo que le apetece y ligero como una pluma. Sus piernas semejan dos cañas escuálidas cubiertas por unos gastados pantalones debido al uso continuo. Su cuerpo permanece resguardado por una camisa blanca y arrugada, fiel en el trabajo y compañera de tantos días de riegos y siembras. Finalmente, unas sencillas alpargatas protegen sus cansados pies.
            Sin embargo, resulta inflexible en la rutina, unas rutinas innecesarias pero que él las torna en obligaciones con el objetivo de pasar horas  junto a la vieja cueva del Arique, lugar donde nació, raíz de la saga de los catorce, hoy en día desperdigados por la geografía nacional.
            Pocas personas habrán tan curiosas e interesantes como el tío Antonio, indiferentes a cualquier crítica externa de la imagen que da. Aún recuerdo el día que, volviendo de Huéscar, nos cruzamos con él. Pasado el mediodía, caminaba junto a su mujer, llevando una gastada y anticuada bicicleta, camino del Arique. Para protegerse del inclemente calor llevaba una gorra verde con orejeras y unas gafas de sol a las que le faltaba un cristal. La imagen la completaba la tía Antonia que, como protección, llevaba una sombrilla que contrastaba con su vestido floreado. Sin embargo, aquella escena pintoresca chocaba con la seriedad con la que acometían el trabajo que iban a realizar lo cual dotaba a la escena de una solvente dignidad.
            Si una cosa puede decirse del tío Antonio es que era enemigo del silencio. Resultaba difícil verlo callado y disfrutaba cuando explicaba historias que le habían acontecido. Convertía las mismas en graciosos cuentos que entusiasmaban a los chicos. Éstos, después de una visita suya, construían y reconstruían la narración explicada de manera que ya resultaba difícil discernir cual era la versión original, ya que la crónica acababa transformándose en leyenda.
-      “Y dice que está gorda. Leche! Si no comiera se le juntaría el pecho y la espalda” – repetían las niñas las palabras del tío Antonio entre risas.
  Luego, pasaban a recordar las historias de la mili en Mataró donde cuidaba el caballo del capitán o las múltiples anécdotas de sus mil y una visitas al hospital que acababan convirtiéndose en sucesos cómicos para ser contados en tertulias familiares al atardecer.
Hace tiempo que el tío Antonio no está. Ya no va a dar de comer a los animalillos. Sin embargo, sus historias han permanecido y una agradable y triste sensación a la vez nos viene a la mente cuando evocamos su recuerdo. Cada vez que paso por la curva del Arique, de forma involuntaria, giro la vista esperando ver al tío Antonio subiendo la cuesta que lleva a la cueva.

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