El sol presenta sus credenciales marcando imponente el territorio, pintando con una potente luz todos los elementos del relieve. Su claridad penetra hasta en los lugares más recónditos provocando arañazos y laceraciones sobre las sombras que todavía se manifiestan en el entorno.
Son pocas las personas que se atreven a circular a tan delicada hora, temerosas de recibir semejante estocada. Solamente aquellos que consideran imperiosa la necesidad de salir de la protección de los hogares deambulan, con objetivo prefijado, intentando minimizar en su salida los daños producidos por el temible astro.
Por todo ello, resulta cuanto menos sorprendente encontrar una pequeña figura que, con su vestido blanco pintado de rojas flores, parece aguardar paciente a la entrada de la cueva. Sus manos se aferran a la reja de la puerta que ejerce de apoyo y de mudo compañero en la soledad del momento.
Contemplando el panorama que se presenta ante ella, permanece inmóvil observando el horizonte, como un pajarillo observa el paisaje sabiendo que la libertad se halla tras la reja.
Su vista abarca la imagen de la calle de las Evangelistas ribeteada por el montículo que forma la Cruz Misionera. Tras ella, las montañas de la sierra de Castril, flanqueada por la imponente masa que forma la Sagra, presente de forma superlativa en el entorno paisajístico que enmarca el altiplano.
Sin embargo, su mirada no parece recrearse en el entorno sino que parece un tanto perdida, como si aguardara la llegada de alguien que le libere de un cierto peso que significa la espera en su ánimo. Las voces que le llaman desde el interior de la cueva no parecen hacer mella en su consciencia. Diríase que todavía no ha llegado el momento en el que se pueda ver liberada de un misterioso embrujo que la tiene dominada.
Un ruido que comienza siendo apagado para derivar, a medida que se aproxima el vehículo, en estrepitoso y atronante, se deja oír a lo largo del Barrio de Saliente. Parece ser la señal convenida para que su rostro cambie de expresión. Su mirada se ilumina, sus labios se tornan en una sonrisa y, despegándose de la reja, compañera de su silenciosa espera, comienza a saltar dando pequeños gritos ante el coche que se aproxima a la placeta de la cueva.
Cuando observo, una vez llego a la puerta de la cueva la pequeña figura que me espera saltando y sonriendo no puedo por menos de pensar que si los ángeles existen, lo más parecido a ellos será una niña con su vestido blanco floreado mostrando su alegría y ganas de vivir.
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